sábado, 25 de agosto de 2007

S Ù P L I CA

de "Sobre los techos duermen las estrellas" (inèdito)
(Nicuento)
Estaba lavando su herido pantalòn. Entonces le pidiò -ensangrentados los ojos- que no te fueras primero. Temblaba imaginàndote partir hacia oscuras regiones, tal vez llenas de fauces enormes como las que veìan en el cielo de la tarde... Quizà no quisiste dejarlo enredado en zarzamoras: no respondiste al terror ni a los negros fantasmas de sus palabras.
Te miraba como a una montaña màgica poblada de àrboles los cuales cantaban alegrìas o tristezas que su torpe mente no podìa entender. El sòlo sabìa gimotear cuando desde su camiòn de madera caìan sandìas o melones de piedra...
Las manos de su madre, tan castigadas por jabones, cloros, perlinas, eran jòvenes y hermosas. Y capaces de llevarlo a rincones azules donde bailaban magos, princesas, y caballitos de azùcar galopaban en prados de crema y chocolate...
¿Què serìa de èl si le faltara esa ternura con que se bañan sus ojos? Ah, madre! ¿Quièn sacarìa de su cabeza loca ese constante infierno de piojos? Ella lo arropaba en las noches con ropas olorosas a tierra hùmeda. Y le dejaba en la mejilla un beso. Un beso. Y... si ella se iba, el pàjaro quedarìa sin alas, sin color...
La madre parecìa no comprender sus temores. La lluvia, ah, la lluvia espantosa zapateando sobre las latas, tirando palos y juguetes siniestros...
Para detener vendavales y brujos voladores, ella quemaba extrañas hojas secas...
Recordaba al hombre que muriò de frìo una noche. Lloraba, gritaba, pidiendo albergue o un plato de agua caliente aunque no tuviese estrellas.
En la mañana lo vio: boca abierta llena de barro y los ojos en direcciòn a los cerros lejanos. Sintiò que de alguna manera habìa muerto tambièn cubierto de sombras nevadas...
Y la señora Blanca... Le gustaba beber vino blanco y siempre se llenaba de seres raros su cabeza. Hablaba con ellos de mariposas y luceros perdidos debajo de la cama. Una tarde enmudeciò rodeada de sus fantasmas preferidos. Ahora sòlo sus ojos murmuraban querubines frente
a la pared.
Testigo de esa partida, èl no sabìa còmo amontonar tanta lluvia y tanto cielo en su cabeza. ¿Por qué la gente se esconde bajo la tierra?
Le dijo tantas veces a su madre, no te vayas, no permitas que la tos, el frìo y el hambre se queden conmigo...
Ella no lo escuchò?
Y se apagò en silencio como una estrella fugaz en noche de heladas arenas. El niño nunca sabrìa que una muñeca de trapo le enseñò a ser madre...


Carlos Ordenes Pincheira

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